Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde

miércoles, 3 de febrero de 2010

Te hice un favor. *11vo. Relato


Te hice un favor. Dejé de lado los sentimientos. Los guardé en un cofre, bien resguardados de miradas recelosas. Vine porque quería conocerte. Ponerle un rostro a esos mensajes directos y devastadores. Vine a cogerte, a decirte “puta” tantas veces que me arda el rostro de vergüenza. Aquí estoy para perderte el respeto y fingirte odio y desapego.
Cuando te conocí, eras otra: Un ángel caído acaso; pero nunca una cosa desechable. Me pregunto, ¿qué curso habrían tomado los hechos de haberte tratado de otra forma? Te dije: “Sí, estoy disponible” y no vi venir el alud de emociones que me sepultaría. Bien pronto me hice adicto a tu imagen y a tu desfachatez para dejarme siempre con mil dudas. Uno no va por la vida diciendo: “Me enamoré a lo pendejo”; pero vaya si se nota.
Y qué crónica la nuestra. Comienza con la ridícula confesión que hice en Twitter: “Puedo prescindir del sexo oral a favor del escrito”. Recuerdo que reíste y celebraste la broma, aunque enseguida te insinuaste con toda la fiereza de la que es capaz una mujer consciente de su atractivo físico. Por algún tiempo, me mantuve escéptico, porque para mí era demasiado ilusorio pensar siquiera que te fijaras en un tipo así como yo, un boceto exiliado de sí mismo.
Llego entonces a tu casa. Toco a tu puerta. No hay indicios de que haya nadie adentro. De repente, tus imágenes me asaltan y recuerdo la turgencia de tus senos. Casi me percibo cerca de ellos, besándolos como poseído, recorriendo el pezón con la lengua, formando círculos. Un ruido familiar me pone alerta: El pestillo que corre. Y mi corazón es un titán martillando la cavidad torácica.
No eres tú, eres otra. Estás vestida como la noche, preconizando el luto de lo que jamás seremos. Sin embargo, tus movimientos son premeditados, una invitación al ritual de confundirnos ante una muerte diminuta. No te escucho, leo tus labios. Sé que son frases acomodaticias y para eso tengo una sola respuesta, la sonrisa idiota de quien no sabe qué decir en el momento. Mi mirada va hacia la tuya, como dos gotas de mercurio. Las figuras van y vienen y se condensan en un puro goce del Cíclope. Te veo, me ves, nos vemos. Qué chistoso que juguemos a no besarnos, después de tantas palabras de deseo contenido. Mi barba se choca contra tus mejillas lozanas y las ruboriza como un Helios que viaja por la curva del cielo.
Oí que decías mi nombre y no mi seudónimo de loco internauta. “Debe ser un signo”, pienso. ¿Por qué diablos se me espesan los piropos y se me crispan las manos al casi tocarte? Ya tus ojos me dictan lo que decir: “Estás muy hermosa”. Si mi saliva es tinta, mis labios quieren dibujarte caligramas. Así sea por un momento, elevarte.
Pero ya eres otra. Ataviada como meretriz, disfrutas íntimamente el delirio de sentirte deseada y, en tus propias palabras, inmensamente golfa. Vas a mi miembro y lo palpas con admiración que da miedo. No me creo tu carita ni el cuento de “está enorme”; pero consiento en que lo moldees a dos manos, que tu boca jugosa hará el resto. Tu escote provoca a la inefable bestia que puedo llegar a ser; lo sabes y respiras entrecortadamente, acompañando el gesto con los ojos teatralmente cerrados. Puta dueña de su oficio y su orificio.
Yo ya no soy el mismo. Me desconozco, pues tu perfume me enerva. Te sujeto la cintura y simulo una cópula descarada, arrinconándote hacia el dintel de la puerta. Ahora controlo la situación y devoro a blandos mordiscos la nube de tu aroma. Así mis besos se posan en tu cuello, filigrana de la dermis. Llevados por un mismo ritmo, dejamos atrás los saludos y otras convenciones sociales. La alfombra es un mar que nos acoge, rostros a la deriva. Vueltas, poses, simulacros. Caricias y ósculos calibrados para acompasar sístole y diástole. Tu cabello oscuro es la red finita de mis huellas dactilares. Cómo te quiero, cuánto te deseo. Cómo es posible que me finjas todo esto, origen de mi infatuación corriente y clandestina.
Muero por estar en ti (damos al mar visos de calma en el altar de la urgencia). Sí, me excitan tus frases gastadas de ramera, me agolpan la sangre por debajo del cinto, justo en la entrepierna. Enseguida soy un carámbano creciente dentro de tu boca. Palpitaciones que no cesan, cosquillas en la cresta y otras variopintas sensaciones que me producen tus labios, dientes y lengua. Experta en la labor, sabes qué decir cada que lo dejas por un rato; en tanto, tus pupilas felinas me examinan, en busca del gesto hedonista.
Humores inconfundibles advierten a mi instinto. No pides, ruegas. Abierta y estoica como lienzo nuevo, anticipas cada embestida con la mitad de un suspiro. La temperatura de piel y sangre asciende, es un crisol para las edades y los mitos. Escalo contigo la altura de tu monte de Venus, que es un Olimpo privado para nosotros, donde mi cayado se hunde cada vez más rápido y hondo. Dame, doy, soy tuyo… huyo. No hay palabras, sólo un caleidoscopio cambiante entre tu boca húmeda y el sudor en tu pecho. Sismo de grado incierto con epicentro en tu pubis pegado al mío; réplicas constantes pasan por tus muslos que me aprisionan y me cabalgan. El río albo que vacié en tu cauce es signo evidente de la violencia con la que te he prodigado, en mi odio falsario.
Vine a conocerte y salí desconocido. Por cumplirte una ilusión romántica, te inicié en el comercio de tu cuerpo. Pigmalión y proxeneta de una prostituta principiante que hoy cumple años.

*Relato de “RICEE”
*Autor: Antonio Rivera @hapik

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