Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde

jueves, 11 de febrero de 2010

Ricky. *54o. Relato-


“Ricky. 24 años. Acompañante profesional”. Una fotografía de unos delineados pectorales, unos brazos suculentos y unos bóxers negros ajustados que parecían las puertas del Infierno.
No podía dejar de pensar en él. Hacia más de una semana que había visto el anuncio en ese portal de servicios para hombres como yo, solteros alérgicos al compromiso y a las mujeres.

Estando en el consultorio, con cada paciente que deseaba agrandarse el busto, estirarse la cara, levantarse las nalgas o quitarse de encima esa panza que horas de vegetar le habían regalado, el único cuerpo que torneaban mis manos, el único que dibujaba mentalmente, era el de él; con cada cuerpo destrozado por los años o por los malos hábitos, la perfección de esa fotografía me parecía más y más irreal; y esas ideas me mantenían en un estado febril, idiotizado, las cosas me resultaban tan lejanas que mis seguidores del Twitter me reclamaban por la sarta de estupideces que daba en escribir.

Ese viernes por la tarde decidí dejarle un mensaje. Quería conocerlo y llevarlo a cenar a ese lugar italiano que tanto me gusta, pero ante todo, lo que mantenía mi ansiedad más allá de lo usual, era la curiosidad por conocer su rostro y su voz.
Una hora más tarde sonó el celular y, para ser sincero, aunque no era la primera vez que contrataba un servicio así, sentí un golpe de sangre en la cabeza, ese cólico quinceañero volvió a mi tan vívido como cuando era el preparatoriano que sudaba frío cuando sus compañeros se desvestían y se cambian para los partidos de fútbol frente a él sin el menor pudor.

— ¿El Doctor Espíndola?—.
—Soy yo—.
—Hola. Soy Ricky. Dejaste un mensaje…—. Evidentemente el juego había comenzado pero yo era presa de unos nervios ridículos.
—Si, si…—. Respire profundo. –Bien, y dime, eh, dime, cuáles son los detalles de, de, del servicio—. Titubeaba con tanta naturalidad que me sonrojé.
Quedamos en vernos el sábado a las nueve de la noche. Pasaría por él a su departamento.

Tenía las manos tan sudadas que se me cayeron las llaves del coche tres veces mientras salía.

Fui a esa tienda que tanto me gusta, sobre todo por los jóvenes que me regalan sus sonrisas mientras les pregunto el precio de cualquier cosa, huelen tan bien, y son tan ineptos para el servicio. Sin embrago, esta vez, escoger una camisa y una corbata me costaron horas de indecisión y no les preste atención.
Comí cualquier cosa y regrese a casa con un nerviosismo creciente. Platiqué un buen rato con mi mejor amiga, una solterona chismosa que hace mis soledades más enanas, pero en ningún momento me atreví a contarle la aventura que tendría al día siguiente. Todo en cuanto a él era mío, y cualquiera podría despertarme de ese sopor con sólo recordarme que era uno más, una noche más, una cama más.

La noche fue una fiebre continua. Me encontraba a mis cuarenta y tantos tan inseguro, que de repente mi experiencia con tantos compañeros, anónimos unos, conocidísimos otros, me pareció poca cosa. Las horas en el gimnasio, la ropa fina, todo eso que desde que terminé la Residencia había hecho para sentirme atractivo se me hizo tan insignificante. Una fotografía y una voz bastaron para desnudarme. ¡Pero que voz! De un sueño a otro, todo fue ponerle rostro a esa voz que emanó del celular como chocolate caliente, como besos con una lengua larguísima, como electricidad.

Era un profesional que sabia vender lo que vendía, era evidente que no estaba tratando con un mocoso.

La mañana y la tarde fueron una hoja en blanco. Hice la reservación y me dedique a relajarme, una copa, alguna fruta. La televisión encendida que le hablaba a no se quién, yo sólo pensaba en él.
Avanzó la noche y se soltaron las mariposas en mi estómago, cosquilleando sin misericordia. Una copa más, un excelente vino que me ayudaba a escoger algún traje fresco. Al fin, decidí no usar la corbata.
Salí a la calle, y aunque hacia calor, sentí unos escalofríos deliciosos. Subí al coche, y nada más comenzar a andar, la tranquilidad del vino llegó.

Pasé a la farmacia a comprar unas cosas, sea lo que pasara, no quería estar desprevenido.

Crucé la ciudad tranquilamente. Llegué frente a su edificio y estacioné. Marqué su número.

—Soy Aarón. Estoy aquí—.
—Hola. Sube, me falta un detalle—.
El corazón quiso salirse por la boca y echar a correr, pero lo controlé como mejor pude.
—“Tercer piso. 305”—.

Toqué la puerta. Se escuchaba música dentro.
Abrió la puerta. Guapo, con facciones duras, pero con una mirada dulce, unos ojos miel que me atravesaron. Una sonrisa perfecta, barba de candado, cabello muy corto. Nada faltaba y nada sobraba, era bello e irresistible, incluso algo familiar…
Me quedé atontado, hasta que el me invitó a pasar, hasta entonces me di cuenta de que estaba sin camisa.

— ¿Quieres tomar algo?—.
— ¿Vodka tonic?—.
—Claro—.
Una francesa contaba su buena suerte con los chicos a ritmo de pop.
—Eres como te imaginé—, dije aparentando naturalidad.
Sonrisa. – ¡Jajaja! ¡Gracias!—.
—Eres muy joven—.
— ¿Es eso un problema?—.
— ¡No!..No. Es solo que, bueno, podrías estar haciendo muchas cosas…—.
—Y las hago. Estudio el último semestre de Medicina—. Sonrisa. —Y tú eres un maestro que me gustó en el primer semestre... Aarón. Anatomía musculoesquelética—.
¡No podía ser! ¡Imposible! La cabeza me dio dos vueltas y me quede mudo por lo que creí fueron horas. Sus ojos relampaguearon, eran los de un gato a punto de matar.
— ¡¿Me conoces?!—, mi cara era una brasa.
—Te reconocí al abrir la puerta—, un trago a su vaso, los hielos se apelotonaban por entrar en su boca. –Pero creo que tú no me recuerdas—.
Jugaba con mi reloj, lo que hago cuando estoy pensando.
— ¡Jajaja! Soy Enrique Ortiz, de la generación 2000, sólo que en ese entonces usaba lentes, y me sentaba atrás. Además de que no era muy bueno en tu clase. Pero estaba enamorado de ti, de cómo estabas tú enamorado de la Medicina—.
Hacía 4 años que había tenido esa clase, algo temporal. Pero la memoria no es precisamente mi mejor cualidad intelectual. Sólo atine a sonreír, negando con la cabeza.
—No te apures. Eso es lo de menos—.
—Pero, ¿Por qué haces esto?—.
—Diversión, dinero, sexo, cualquier cosa es buena, aunque al principio fue para pagar los estudios. Conocí a un chico que se dedicaba a esto, y me dijo que me iría bien, que tenia lo que se necesitaba, sólo había que ser muy discreto, y claro, estar dispuesto a todo—, sus ojos me perforaban, —con tal de satisfacer al cliente, y ser felices los dos—.

Me senté. El caminó hacia mí y se sentó junto a mí.
— ¿Sucede algo?—.
—No, es solo que me sorprendiste un poco—.
Poco a poco mi nerviosismo había cedido, y en su lugar estaba el deleite de percibir su perfume.
Me acarició el hombro, lo miré y sin mediar palabras, lo besé. Fue un beso tierno.
— ¿Quieres ir a cenar?—.
—No—.

Me volvió a besar, pero esta vez con mucho más deseo, diez lenguas me besaron el cuello. Veinte me besaron el pecho descubierto. Cien manos comenzaron la labor de desnudarme. La francesa contaba desde su canción lo adorable que es su novio. Comencé a reír mientras él me mordisqueaba sin piedad. Ya no estaba nervioso, pero mi corazón ahora estaba en pie de guerra. Luchábamos y reíamos, sudábamos y ahogábamos suspiros. Una copa más.
Tomé el control, ahora era yo el que no daba tregua a ese cuerpo lozano y macizo. Besé cada centímetro, cada ángulo, cada articulación de esa criatura que se me resbalaba, que esquivaba cada intento por cazarle.
La francesa se calló. Comenzó a cantar un italiano, que demandaba los besos y el calor en la cama de su amada prófuga.

Desnudos al fin, se abrieron las puertas de ese Infierno. “Abandonad aquí toda esperanza”. Me reí al tiempo que terminaba de desenvolver su cuerpo. Toda su carne era para mí. Me dio la espalda.

—Dámela toda—, dijo, con la voz entrecortada. El italiano se desgañitaba para que la amada volviera de los brazos de su mejor amigo.

Lento al principio, más rápido después. Enrique suspiraba como si muriera, pero después gritaba, solicitaba, ordenaba. Un comandante dirigiendo a su ejército. Dio un giro acrobático y quedamos cara a cara. Sus ojos eran los de un tigre matando lentamente. Sus manos en mi sexo, en el suyo, las mías en su sexo, en su cara, en su boca, de repente me sentí protagonista de alguna película.

Terminamos juntos. Éramos dos mares de sudor.
Hacia rato que el italiano nos había dejado solos.
Me acosté a su lado, lo abracé, y cerré los ojos, rindiéndome al fin a los vapores del alcohol.

*Relato de Baalam.
*Relato de Lenin Juárez @VladyLenin

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