Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde

sábado, 6 de febrero de 2010

Moloño y Gonoclasta. *42o. Relato.


Moloño se cansó de trabajar, sus dedos estaban ateridos, sus ojos veían puntos de luz inexistentes; las letras en la pantalla lucían tan apelmazadas que la semántica se les escurría. Moloño hizo un gesto inefable, quizás estaba más harto que fatigado. Se sacó los lentes, se talló los ojos, le quedaron más colorados. Tantas cosas por resolver, tantas soluciones ensayadas en el pensamiento hasta la náusea..., los lastres llegaban más rápido de lo que lograba quitárselos de encima. Dejó de sobarse los ojos y pasó a su cabeza, se la frotó con ambas manos. Sus ojos cerrados. Daba la cara al techo enjalbegado. El ronroneo del ventilador era su lóbrega compañía, sin él, el silencio hubiera roto lo poco de vida que quedaba en la estancia. Los colores del moblaje y las paredes, tenues de por sí, eran mermados aún más por la débil iluminación, Moloño acostumbraba apagar las luces para enredarse en el tibio abrazo de la oscuridad.

Fue a su buzón electrónico por impulso, ¿quién iba a enviarle un mensaje en un miércoles y a las tres de la mañana? No obstante, uno resplandecía en letras blancas sobre un fondo abismal:

“@gonoclasta lo ha invitado a unirse a la red del pajarito azul”.

–¿Tuiter...? ¿Quién querrá contactarme si ni cuenta tengo?
Le cuestionó a “gugl” cómo suscribirse al mentado portal. En unos minutos estaba hecho.
¿Cómo era posible que apenas inscrito, el susodicho “@gonoclasta” ya fuera uno de sus seguidores? A Ud. y a mí nos parecerá inaudito, mas lo que es a Moloño... ¡qué podría esperarse si es novicio en los asuntos de las redes sociales y un tanto insipiente en cuanto a todo lo demás!

Se caló los lentes para distinguir los ofrecimientos que le hacía el tal Gorgorón:

“Llámeme al (número telefónico X), estoy dispuesta a morirme en sus brazos”.

Él hizo una mueca, ¡habíase tomado tantas molestias por un vil mensaje publicitario!


Un nuevo mensaje se anunció al calce, actualizó la información y la siguiente invitación le sonrió desde lo alto:

“¿Qué espera..., quiere que le llame yo?”.

–Imbécil –espetó. Afobeteó la pantalla para desviar su mirada inquisitiva y desasirse de las encomiendas del desconocido. Le dio un sorbo al agua de limón que se ponía nerviosa cada vez que un camión pesado pasaba por la carretera. Se talló una vez más los ojos, se caló los lentes, achicó la ventana del portal comunicador y reanudó las anotaciones de la ponencia en la que participaría en unas horas.

La ventana recién abandonada comenzó a pedir atención, intentó ignorarla mas su clamor naranja fue más fuerte. Quiso cerrarla, en lugar de ello, la ventana se extendió.

“Voy a llamarle yo entonces...”.

A Moloño el corazón le dio un vuelco, su teléfono celular y el de su escritorio repiquetearon al unísono. Levantó el auricular del segundo, contuvo la respiración, escuchó un vacío al otro lado, uno que no reconoció como silencio corriente.

–¿Quién...? –cuestionó para romper la tensión que lo constreñía.

En la pantalla alcanzó a ver que desde “tuiter” replicaban:

“Le oigo claramente. Disculpe que no pueda responderle. ¿Le molestaría que lo hiciera por este medio?”.

–¡Es una locura! –Se le escapó de los labios.

“Quizás yo no pueda hablar... y quizás usted no sepa escribir ;)”.

–¿Qué es lo que quiere?

“Permítame corregirle: ¿qué es lo que USTED quiere?”.

–Mmrm...

“Sabe a qué me refiero. Me dijo un pajarito que la vida se le ha echado encima”.

–La vida se me ha echado encima... –replicó él quedamente, luego cuestionó–: ¿Quién le ha contado tales barbaridades? Debió ser Juán, ¿ah?

“Jijiji. Quizás... Pero para qué darle detalles si no son relevantes. Mejor dígame: ¿hace cuánto que no ha tenido un buen amor?”.

Él se levantó de la silla y se recargó en la orilla del escritorio.

–Esa es una pregunta demasiado... digamos... “honda”.

“¿Por qué ha de ser honda? En mi caso, a pesar de mi oficio, he pasado años sin disfrutar de una buena sesión de... 'sensualidad'”.

–¿Entonces Ud. es...?

“Sí, pero no lo diga. No es que tenga algo contra lo que soy, pero...”.

–Como quiera.

“Necesito verlo”.

–¿Y como para qué?

“Para bebérmelo completo. No dejaré de usted ni una gota, señor amor”.

Sintió él un escalofrío.

Sexo, su poder, ¡quién puede negarse a su caricia que toca nuestros componentes elementales, el físico, el emocional y, en contadas ocasiones, el espiritual!

El sexo prometido no lo estremeció más que la pasión que atribuía a quien decía esas palabras. Su remate le había parecido exquisito: “señor amor”.

–No sé... Mire, va a decir que soy poco hombre pero... no le conozco. Además, es una locura, estoy trabajando y Ud. llama como si yo estuviera esperándole nomás...

“Esta noche el entramado del destino lo obligó a estar justo allí para que lográramos tener esta conversación...”.

Moroño se quedó mudo. Sus cavilaciones no llegaban a una conclusión. Los calambres que antes lo atenazaban se convirtieron de pronto en relámpagos que le exigían liberación. Hace tanto que no se daba de lleno a la locura. “Todo bajo control”, era su frase más desgastada. Y por su manera de hablar, su interlocutora no parecía ser una meretriz de las abocadas a la lujuria que tanto pululan, sino una dispuesta a satisfacer necesidades menos palpables, casi siempre inconfesadas.

–Haz de mí lo que quieras, preciosa–. Se sorprendió a sí mismo por lo que acaba de decir.

Esperó una respuesta que no llegó. La barra enhiesta que moría y resucitaba en el mundo de mil veinticuatro por setecientos sesenta y ocho fue una alusión a sus resoluciones dubitativas. “¡Fue un locura!”, pensó en un momento. “Sin embargo, no pasará nada y un buen sexo, es sano y reparador”, pensó en el subsiguiente.

Trató de reanudar su trabajo. No pudo concentrarse. Esperó otra vez que surgieran los mensajes rutilantes.

¡Din ton! Resonó el timbre de la puerta. Moloño se pasó los dedos por los labios, le temblaron éstos y aquellos.

–¿Y si mejor no abro? Hubiera apagado las luces antes...

¡Din ton!

Ante el umbral había una mujer pálida y de ojos grises. Su ropa no era exhuberante, su cabello no era salvaje, sus labios no estaban encendidos, su maquillaje tampoco era vistoso. Era baja, más que él, lo que lo hizo feliz.

–Llegaste pronto –dijo él a manera de preámbulo.

Ella se llevó uno de sus índices a su boca. Supo Moloño que en esos labios no oiría palabras. Ella sonrió, le dio un ligero empujón y entró en el lugar.

–Nunca me dijiste tu nombre.

Ella abrió sus labios sonrosados, se agitaron como los insectos trasnochados bajo una lámpara, terminó llevando su mirada lejos de la de él.

–¿Y bien? –preguntó Moloño. Se le acercó un poco. El torrente cálido que irrumpía en sus íntimas tuberías estaba infundiéndole un valor que en otras circunstancias nunca le sobraba.

En lugar de reponder, ella se alejó y se recostó en un sillón desgastado como su poseedor. Habló sin proferir sonidos, su mano ondulante lo hizo.

–Entonces de veras no puedes hablar... ¡y lo que me importa!

Terminó por recostarse al lado de ella. Pronto su cinturas danzaron con las ínfulas de los perdidos que luego no saben cómo abandonarse. Después de la algazara, ella se levantó y fue hacia la computadora que había atestiguado los convulsos abrazos; la tomó para llevarla adonde yacía Moloño. Los dedos de ella trotaron fugaces por el adoquín alfanumérico.

“Soy un regalo de alquien que lo aprecia mucho, ¿me comprende?”.

Él miró esos ojos transparentes, deseó que estuvieran inundados de pasión mas permanecían inmutables.

–No te entiendo, pero si tú lo dices...

“Soy un regalo de alguien que lo aprecia. Sólo un regalo”.

–Pensarás que soy un estúpido, pero siento que eres la mujer con la que podría pasar los siguientes años, tal vez muchos...

Notó que los ojos de la mujer se iluminaron, tan franca respuesta engendró en la imaginación de Moloño un ensueño romántico y sensual que en un santiamén se devanó de cabo a rabo, con alegrías, melancolías, héroes, villanos y todos los demás aderezos que corresponden a una decorosa historia de amor. ¡Qué importaba la calaña de su sílfide!, ¡vanas las tropelías de los necios que habían intentado macular a una ninfa de tan valiosa jaez que las halladas se cuentan con los dedos de una mano! Devolvió su mirada a la realidad para encontrarse con la faz radiante de su amorosa...

Fue cuando vio el mensaje que había sabido hacerse camino en la oscuridad que se hubo espesado:

“¡Perfecto! Entonces podría hacerle un descuento por ser un cliente frecuente”.

*Relato de "Poésimo"
*Autor: Sergio A. Cervantes @Desollinador

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