Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde

jueves, 11 de febrero de 2010

La Morocha. *52o. Relato


Lo que a mí me pasó con la Morocha fue algo que no dudo en calificar como fuera de lo común. Para empezar, era mayor que yo, no mucho, pero unos pocos años que no sé exactamente cuántos eran porque en lo único que era reservada era en su edad. Nuestro encuentro no fue nada convencional. Yo me casé virgen a los 22 años con mi novia de infancia y nuestra rígida educación religiosa nos garantizaba, además de un pobre desempeño basado en esa mezcla de inexperiencia, culpa y desinformación, el consabido fracaso como pareja, el divorcio como destino por la gastada vía de la infidelidad y así fue, mi esposa se enganchó con su directora de tesis de la maestría mientras en sesiones interminables discutían la condición de opresión a la que estaba sujeta la mujer, independientemente de su actividad o nivel de educación y preparación académica. Yo les decía las feminazis y una madrugada en que su silencio me despertó, salí al pasillo y presencié su práctica de campo sobre la prescindencia de los hombres: en el vidrio de un grabado de Toledo que teníamos en la escalera, entre animales fantásticos y nopales cósmicos se movía con un ritmo preciso y lento un amasijo de piel y vino, sudor y penumbra, jadeos, gemidos, uñas, dientes y espaldas arqueadas. Entendí, intuitivo como soy, que yo sobraba y a los pocos días me fui con mi maltrecho orgullo de varón domado, pero reconciliado con un final agridulce, debo confesar que recuerdo aquella imagen bellísima con excitación y tristeza. Conservo el Toledo y a veces, cuando me despego de Twitter un rato, lo observo, los bichos y los nopales siguen allí, callados, con sus miradas y espinas fijas, el vidrio ya sólo me devuelve mi silueta que sostiene un vaso y se asoma como buscando aquella escena.

Fue poco después de aquel infierno que conocí a la Morocha en la calle, en un alto en el que mi coche quedó junto al suyo, ambos volteamos simultáneamente y a mí se me ocurrió mover los labios para que ella los pudiera leer con claridad mientras pronunciaba despacito la palabra GUAPA; a ella le ganó la risa y con la luz verde avanzamos hasta el siguiente semáforo donde me volví a colocar junto a su coche y le pedí su número de teléfono a lo que ella se negó moviendo la cabeza, yo junté las manos en gesto de ruego y ella se volvió a reír entre nerviosa y halagada. Al fin cedió y se detuvo, me bajé y le supliqué que me aceptara un café. Supe que estaba perdido cuando su sonrisa y su voz, aliento madera resonó: “sos loco” y me sacaron del trance en que había caído contemplando su escote y sus muslos retadoramente distanciados entre sí. Creo que tartamudeé un por favor casi inaudible en la sinfonía de bocinazos que acompañó a la escena, me dictó su número y aceleró mientras decía “me dicen Morocha”. Mi memoria ya tenía tatuado el número y la llamé esa misma noche. No me contestó ella pero una voz grabada parecida a la suya me invitaba “llamá más tarde o dejá tus datos”. Corté y decidí intentarlo al día siguiente. Tuve suerte y aceptó el café que tomamos, yo más nervioso que ella en una tarde deliciosa en que la tuve toda a merced de mi mirada, bebí a mi antojo su imagen y quedé embriagado, el contraste de sus colores y la textura adivinada de su piel me dejaron un deseo que se acrecentó con los días, me dijo que trabajaba en una empresa de relaciones públicas. La llamaba diario pero no siempre me respondía, hasta que un fin de semana me aceptó la invitación a comer y me contó de su infancia en un lugar cuyo nombre me parecía mentira o poesía: Entre Ríos; yo lo traduje de inmediato a Mesopotamia y le agregué romanticismo al asunto. La llevé a su casa y me invitó a pasar, en la sala a la que ella le llamaba living tomamos tequila y al tercero, extendí la mano, le acaricié el pelo y la besé con nerviosismo pero no pasó nada más, quedamos un poco aturdidos y ella me dijo que tenía que salir y me aplicó el primer andate. Ese fue el primer día en que la comparé con el agua del mar porque beberla me provocaba más sed. Cafés, comidas, visitas a la primera provocación hasta que una vez me invitó a cenar a su casa y yo acepté con la condición de que me dejara cocinar, a la mayoría de las mujeres les gusta que les cocine; a mí me gusta cocinar porque encuentro muchas semejanzas entre cocinar y seducir. Le hice la gastada broma de que le iba a preparar un afrodisiaco infalible cuya receta había pasado a lo largo de muchas generaciones en mi familia, llevé flores y un Château Lafite Rothschild que me costó casi un mes de sueldo. Al final de la cena nos sentamos nuevamente en la sala - living y la besé largo y tendida, ella se dejaba hacer y los dos entramos en esa extraña forma de concentración que nos llega cuando las pieles conversan, con las manos ávidas inaugurando sensaciones, reinventando la pieles con las respiraciones agitadas en un canon y los latidos en un allegro vivace; fue esa la primera de tantas veces en que todos los líquidos de su cuerpo me mojaron y quedé convencido de que todas sus humedades serían mías para siempre, incluidas las lágrimas que rodaban hasta mi pecho con una mezcla que yo no conocía de alegría, gratitud, gozo y una pizca de tristeza añeja. Fue por esa época que le regalé el Toledo y le expliqué que tenía un gran valor afectivo para mí además de un alto valor artístico y comercial para el mundo.

A partir de entonces, me dediqué a ella, mis días se dividían en dos lapsos: el corto que consistía en verla, en estar con ella, y el larguísimo que era esperar a verla. Poco a poco la verdad se fue haciendo patente, periodos de alejamiento, mentiras de las que prefería no enterarme, salidas simuladas de México, a veces llamaba a su casa y me contestaba una voz masculina, yo cortaba porque enmudecía de celos, de rabia y tristeza. Empecé a frecuentar entonces a la única amiga de ella que llegué a conocer; su pareja, un pintor con más vocación que talento pero buen conversador, un día tuvo el buen detalle de confrontarme con la realidad al decirme que yo me había convertido en un personaje de tango, que mi relación con la Morocha era la mezcla en licuadora de “Fangal” y “Esta noche me emborracho”, que cancelara las vacaciones que en mala hora había concedido a mi dignidad y me aguantara “la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”. Y sí, esa noche me emborraché bien, acabé a los gritos y mordiéndome los puños decidí terminar.

La contraté a través de un amigo en cuya casa la cité, procuré la penumbra necesaria, me quité la barba, cuidé los detalles para que no me reconociera, incluido el no quitarme los calcetines (“los mexicanos ni se sacan las medias para coger”, solía decir, despectiva) y esa noche le hice el amor como nunca lo había hecho ni ella se lo imaginaba, mientras recordaba el capítulo 5 de Rayuela le besé la sombra del vientre y la de la grupa, la sometí a las servidumbres de la más triste puta como magistralmente escribió el gran Cronopio, la poseí con la vehemencia de los privilegiados que saben que ésa es su última vez; me mojé de todo lo suyo, hasta de su sangre, le acaricié la historia, la suya, la nuestra, en un ritual que le arrancó murmullos y gritos que fueron del placer al dolor y de regreso varias veces hasta que un cansancio único nos venció, a ella de placer y a mí de tristeza. Entonces, con mis últimas fuerzas le ordené que se fuera, que tomara el sobre con su pago que estaba en la mesa y que se marchara en el taxi que la estaría esperando afuera. Ella, desconcertada preguntó si no quería yo que se quedara un poco más de tiempo, que repitiésemos lo irrepetible, que… yo la interrumpí tajante, casi grosero y le dije que no, que se fuera y pronto. Ella insistió por última vez y entonces le asesté la frase que había preparado para la ocasión, respiré hondo, hice una pausa teatral y le pregunté ¿estarías dispuesta a quedarte toda la noche, verdad? Ella dijo sí. Pues te voy a enseñar algo que por lo visto no sabes: casi todas las mujeres cogen, las putas como tú lo hacen más porque cobran y algunas cobran caro como tú pero ¿sabes por qué algunos hombres les pagamos? No les pagamos para coger, les pagamos para que se vayan, vete. Y se fue.

*Relato de Gregorovius.
*Autor: Rafael Huacuja @rafahuacuja

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