Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde

domingo, 7 de febrero de 2010

El reencuentro del olvido. *45o. Relato.



Llegué a la fiesta donde esperaba encontrarme con viejos conocidos a los cuales tenía años sin ver. Aun cuando no soy muy dado a la vida social, debo confesar que, a mis treinta y dos años, soltero y sin una relación estable, gastar una noche aquí o allá no hace gran diferencia.

Crucé la ciudad en taxi, y, al llegar, encontré que ni siquiera recordaba a ninguno de los asistentes, por más que busqué entre las telarañas de la amnesia.

Ariel, un tipo atlético y bien parecido, fue quien me recibió en la entrada del departamento y me presentó con cada uno de los asistentes.

Aunque estos eran pocos, casi todos me saludaron por mi nombre. Hubo dos, una pareja vestidos de rojo, como uniformados, cuya cara me pareció conocida, pero estaba seguro que no de antes, sino de hace poco tiempo.

La esposa de Ariel, Iovana, fue la última en ser presentada.

- Así que éste es Roberto, dijo, el famoso compañero encontrado en el twitter”.

Yo, me quedé mudo. Iovana era enigmáticamente hermosa. Al sostener su mano y mirar a sus ojos grises, sentí la ya conocida y fulgurante anémona del deseo recorriendo mi cuerpo.

La miré con el descaro propio de quien sucumbe de golpe a los pecados juntos; ojos grandes y grises; labios perfectamente dibujados, tetas a la medida de mis manuales gustos, nalgas de roca ígnea y unas largas piernas que, en un segundo, soñé abiertas a mis lascivas prisas.

Ariel entendió el impacto que Iovana provocó en mí, y hasta creí ver, una socarrona sonrisa que bien pudo haber dicho; ni lo sueñes.

Los demás asistentes, que no eran muchos, iniciaron contando anécdotas escolares en las cuales dicen participé de una forma o de otra, y yo tuve que sonreír en el fingimiento del olvido. Por un momento juré que me estaban confundiendo con algún otro Roberto Mateos.

Y yo, no podía dejar de mirar de reojo a Iovana y hasta creí que una o dos veces ella lo hizo con el mismo descaro.

Bebimos mucho. Ellos, por la alegría del reencuentro. Yo, ahora lo entiendo, para buscar en el alcohol la desgracia de una vida sin sentido.

En cierto momento, con argucias me acerqué a Iovana.

- Iovana – le pregunté en voz baja – ¿Quién es la pareja de rojo? Me parecen conocidos.

Ella me miró a los ojos, luego, sin voltear la cabeza, sino de reojo, me dedicó la más provocadora sonrisa que jamás había visto. Luego, se acercó a mi hasta confundir nuestros alientos y sin mas, besó mis labios.

No miré a nadie, ni siquiera a su marido, sino que mis ansias buscaron una entrada a las ya desbordados deseos.

Como una experta de película, tomó mi mano y moviendo las caderas como quien reparte feromonas de abeja reina, me llevó hasta una puerta, que abrió en el acto. Antes de entrar, con un pequeño dejo de prudencia, que ignoro de donde salió y que como rayo iluminó mis entendederas, busqué la mirada de Ariel, quien me sonreía con la misma sonrisa del encuentro.

Nunca he sido un valiente, ni siquiera algo osado, pero ese olor a almizcle debe de tener algo sobrehumano, que me hizo ir directo tras de Iovana y, sin decir nada, entré a la habitación de los augurios.

Ella, ofreció su lengua inmóvil para enlazarla con la mía que enredada sorbía su saliva, mientras mis manos buscaban asideros de lujuria. Su cuerpo, fusionado con el mío, buscó alguna puerta que al abracadabra de la lujuria cedió ante nuestros ya epilépticos escarceos.

De pronto, apreté un botón hasta entonces no descubierto, y su yerta lengua cobró vida. Con un movimiento frenético de adentro hacía afuera, de atrás hacía adelante, circular y profundo, provocó que mi verga estuviese a punto de explotar tras mis pantalones.

Arrebaté su ropa con la fuerza suficiente del inmoderado apremio, y cuando quedó en encajes, entredós, tafetanes y organdíes, la retiré tanto cuanto mis ojos necesitaban para mirarla por completo.

Era perfecta. Un cuerpo modelado sin prisa y con sentido.

En ese momento, el chispazo del recuerdo. La pareja, me dije, son compañeros del Gimnasio, para luego olvidarlo por completo y concentrar mis cometidos en Iovana.

Sentí desfallecer. No era cierto, no era real, no de este mundo.

- Quita lo que sobra – le ordené.

No bailó, tal vez porque no creía en los frívolos clichés sexuales, mas, con movimientos sincopados, mientras terminaba de desvestirse, fue girando en su propio eje de ballerina, mientras yo ansiaba ser su subyugado Cavalier de artificio.

Mi ropa desapareció en segundos.

Nos miramos, como un reto; dos personas dispuestas y expuestas al placer; apuesta callada a prodigar gozo, conscientes que de aquí, alguien sería el triunfador y cada uno quería ser el vencido.

La obligué a olisquearme el cuerpo entero, hasta que encontró la adrenalina de mi sexo que chupó con fruición lactante.

Mientras jugueteaba con la corona delantera de mi glande a pequeños lengüetazos, uno de sus dedos hacía pequeños círculos en mi ano y a veces, con fina inteligencia, introducía un pequeño y alargado dedo.

Al sentirme perdido, la hice levantarse de nuevo hasta sorber de su boca el sabor agridulce de mi falo.

La tumbé en la cama y fui recorriendo cada uno de los intersticios de su cuerpo donde los estrioles inundaron mis resuellos, esclavo conducido al espacio secreto del preciado botón entre sus piernas.

Primero besé los derredores e introduje dos dedos, índice y medio, y con un apaciguado movimiento la invité a seguirme por dentro de su ombligo. Creció el movimiento y aumentó el ritmo hasta que, en un ahogado suspiro, al momento de tomar con mis labios su henchido clítoris y estirarlo, éste engrandeció; luego, un gemido, luego dos, luego muchos, y un torrente palpitar de su sangre agolpó mis sienes que, entre sus muslos, amenazó desvanecer con su apretura.

Primer orgasmo, pensé, y voy ganando.

Un minuto, a lo mucho dos, y ella inició con su revancha.

Regresó de nuevo a lo suyo. Mi verga no daba ni pedía cuartel, pero era cierto, que en su boca se sentía mejor y resguarda y ella la introdujo toda de un solo golpe, hasta sentir rozando su garganta.

Luego tomó mis huevos con su mano izquierda y con la derecha introdujo un dedo en mi culo, entrando y saliendo, girando como tornillo, hasta que, pasado el tiempo suficiente, sintió que mis ansias buscaban el lado oscuro de la luna donde dan cause mis particulares eclipses.

- Momento – me exigió – no te vengas todavía.

Con la orden llegó la profecía. Se montó en mi verga como si un águila estuviera agarrando a su presa. Sus rodillas dobladas, quedaron casi a la altura de mi cara, mientras balanceaba su cuerpo en el aire, apenas sostenida con sus manos a veces en mi pecho y a veces en mi boca, y en puntillas de los píes, acuclillada, subía y bajaba al ritmo de conciencia, como si con su vagina me estuviera masturbando.

Pasaron dos, tres, diez o quince minutos, hasta que el estallido de mis huesos mancilló el silencio de ese cuarto que ahora, guardaba el pecaminoso semen de mis guturales estruendos.

Luego, sin dar pausa, me tendió en la cama boca abajo, y esposó mis extremidades a la misma.

De un cajón sacó unas relucientes esferas de plástico, entrelazadas por un hilo y al final una argolla. Cómo un pecaminoso rosario, estas iban de menor a mayor tamaño y, al verla entre sus manos, me quedó claro que ella sabía bien como utilizarlas.

Tomó un lubricante, untó algunas gotas en mi ano, volviendo con los círculos concéntricos de antes.

Insertó la más pequeña de ellas, la cual apenas sentí, mientras masajeaba mis nalgas y chupaba aquí y allá con frenética sabiduría.

Increíble, pero mi verga, de nuevo, estaba presta para el combate.

A la cuarta o quinta esfera introducida, quizá por el tamaño, provocó que una mezcla de placer y dolor inundara por completo mi cuerpo. Luego sentí como entraba y salía, con un ritmo perfecto, sincronizado y preciso, hasta que sentí la más grande, casi tan gruesa como pene de potromacho y creí desfallecer sin sentido.

No podía creer como en el dolor se goza, mas, cuando aceleraba el movimiento.

De pronto, al mismo tiempo que abrían la puerta, Iovana sacó de golpe las esferas.

De espaldas, quise sin lograrlo voltear y averiguar lo que ya imaginaba, pero entonces fue cuando sentí otra respiración y otros dedos, menos finos, que me apartaban las nalgas buscando penetrarme.

Quise safarme, escapar, pero atado, me fue imposible.

Fue cuando escuché de nuevo la reconfortante voz de Ariel que me decía: “Bienvenido, Robertito, al club de los tuiteros prostitutos” y entonces, solo entonces y después de toda una masculina y virginal vida, ansíe que de una buena vez me introdujera su verga y dejar de sentir, ese reconcomio de la espera, hasta alcanzar, la explosión lenta del orgasmo decisivo.

*Relato de "Bichicori".
*Relato de Becker García @beckerg123

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