Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde

sábado, 13 de febrero de 2010

Dos saltos a la fama. *70o. Relato.


El primero. Tendría no más de 20 años cuando aparecí bajo el reflector por primera vez. Mi atuendo en esa ocasión era sencillamente exquisito: vestido blanco de seda que caía suavemente sobre mis senos y torneaba mis caderas y muslos, zapatos altos y una cadenciosa boa de plumas. Estoy convencida de que las plumas eran una exageración, pues mi rostro quedaba suficientemente bien enmarcado por mi barba. Sí, mi barba que era la causante de toda esa situación.

A nadie le importó entonces mi curvilínea figura, la frescura de mi piel, la negrura de mi pelo, el aroma entre mis muslos. Vaya, tenía una horripilante barba y una nula posibilidad de que un hombre me pretendiera. Era el principio de los ochentas y nos arrastrábamos de feria en feria, de pueblo en pueblo, con los últimos fragmentos de una insana costumbre que irremediablemente tenía que morir. Los circos de fenómenos ya no eran bienvenidos en una sociedad que había llegado a tal punto de civilización, que hacían colectas anuales para que esos fenómenos tuvieran un lugar en donde sentirse más cerca de la normalidad, aunque muchos de ellos terminaran invariablemente siendo parte de un circo.

El que pensé sería mi segundo salto, terminó en tragedia. Todo comenzó con la muerte de mi padre, cosa que no representaba una tragedia en lo más mínimo, pero sí desencadenó mi liberación del circo y con ello pude, al fin, deshacerme de la barba. Depilación con cera, cremas para inhibir el vello y un continuo sufrimiento fueron las herramientas, en esos tiempos la depilación con lasser era una fantasía. Una vez que mi apariencia fue la de una mujer normal, se dio la consecuencia lógica: me deshice de todo pudor y rastro de conciencia. Perdida como estaba en un ambiente que no conocía, tuve que echar mano de lo único que me pertenecía: mi cuerpo.

Ahí sí, tengo algo que agradecer al circo, pues fue dentro de él donde aprendí qué era lo que realmente vendía en este mundo de porquería: el sexo, sobre todo cuando se tienen dos. No era mi caso, pues tristemente, yo no pasaba de ser la repugnante mujer barbuda, quien había sido “bendecida” con ese don era, la mujer que había de convertirse en mi primer amor.

Kalesha, había sido siempre la estrella del circo, pero pocos sabían por qué. Las funciones de ella eran a puerta cerrada, con un selecto público dispuesto en dos círculos alrededor de una pequeña pasarela con un diván de terciopelo rojo. Cada noche aparecía ahí la bella Kalesha, caminaba sensualmente por la pasarela ataviada con una bata oriental y sonreía de un modo electrizante. Se sentaba en el diván y mostraba sus torneadas piernas, sus blancos hombros. Todos los ojos se posaban en ella de una forma que siempre envidié. Muy pronto, la bata resbalaba por su piel y mostraba sus pequeños senos y su turgente miembro.

Había dos ayudantes, hombre y mujer quienes aparecían completamente desnudos a excepción de las capuchas que ocultaban su identidad. Su función era representar con ella, las múltiples posibilidades del amor carnal. Su rutina favorita, porque creo que realmente la disfrutaban, era cuando el hombre penetraba a Kalesha desde atrás y así permanecían representando una pareja como cualquier otra, después la mujer se deslizaba debajo de ella y recibía la verga de Kalesha. En este punto, el público presente guardaba un sepulcral silencio, no era raro ver algunos que abandonaban la carpa, atormentados, quizá, por las imágenes vistas. Al final del acto, el hombre se retiraba y dejaba a ambas chicas sumidas en un fuerte abrazo, ellas continuaban unidas, hasta llegar al orgasmo.

En mis sueños, yo era aquella mujer y era poseída por Kalesha, podía sentir el roce de sus senos en el abrazo y despertaba con la mano en el sexo y el pelo y la barba completamente alborotados.

El dueño del circo, era el único que podía visitar a Kalesha, no era extraño verlo salir de su tienda por las mañanas. Poco a poco, yo logré acercarme a ella, la devoción que sentía era mucho más poderosa que cualquier advertencia. Los días en que el dueño del circo se quedaba dormido abrazado a una botella de whiskey, era ella la que se deslizaba a mi tienda. Sin temor a ser sorprendidas dábamos rienda suelta a la imaginación que despertaba en mí al contemplar su espectáculo. Ella me amó, sin que le importara es atributo masculino que manchaba mi rostro, posiblemente, por que su cuerpo también era un evidente ejemplo de dualidad.

La muerte de mi padre rompió con todo aquello que me ataba al circo. Una noche, habiendo nulificado al dueño del circo, montaba a Kalesha mientras ella sujetaba fuertemente mi barba, entre jadeos y un absoluto frenesí, me acercaba ansiosamente al orgasmo. Miré a Kalesha y sus ojos se llenaron de miedo, sentí una mano jalando mi cabellera y caí al suelo. Lo siguiente que escuché fue un golpe seco, vi a mi padre en el suelo junto a mí, su lampiño rostro estaba totalmente contraído. “Eres igual de puta que tu madre”, fue lo último que me dijo. Como consecuencia lógica, ese escándalo provocó mi expulsión del circo y que no volviera a ver a quien pensé sería el amor de mi vida.

Pero volvamos a mi verdadera tragedia. Había aprendido muy bien sobre el magnífico placer que se brinda a través de los ojos y así, muy pronto conseguí resguardo en un elegante burdel. Pocas chicas se percataron de mis extraños hábitos depilatorios pues además de un rostro impecable, lucí siempre un pubis infantil, cualidad que no muchas mujeres ostentaban.

En aquellos días, frecuentaba el burdel un fotógrafo famoso que contaba con la admiración de muchas chicas, quienes ilusamente pensaban que las podría catapultar a la fama. Una de esas ilusas era yo y no sólo lo admiraba, terminé perdidamente enamorada.

Él tenía predilección por mí, y no se cansaba de alabar mi cuerpo y acariciar mi sexo desnudo, me hablaba de todas las posibles sesiones fotográficas, videoclips y películas en las que yo podría aparecer. En aquel entonces, una marca de pantimedias buscaba a la chica que sería su nueva imagen. Tomó algunas fotos de mis piernas, otras de cuerpo completo y las envió. Mis fotos fueron elegidas y me sentí casi tocando la fama y la gloria. Pero ese momento nunca llegó. El día anterior a mi audición hubo un zafarrancho en el burdel y terminamos, como siempre, las pobres putas en el bote.

El segundo salto, el bueno, fue además, un salto tecnológico. Entré “por la puerta grande” a la virtualidad. La modernidad inunda todos los ámbitos posibles, y así, muy pronto nos vimos todas las putas, concertando citas por email, y algunas incluso, dando servicio por webcam. En Internet, se pueden encontrar nichos perfectamente definidos, no me costó mucho hacerme de una buena clientela que apreciara además de un cuerpo bien conservado y un pubis naturalmente peludo, una tupida barba. Así que decidí no ocultarla más. Si les interesan mis servicios o conocer detalles de mis encuentros, pueden seguirme en Twitter, mi nick es @Barbarella.

*Relato de Barbarella.
*Autor Lu García @miss_huntington

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